Por Pedro Serrano R.
Director de la Unidad de Arquitectura Extrema
Universidad Santa María
El día 8 de julio de 1730, junto con su respectivo terremoto, un tsunami azotó las costas de Chile central. No había mucho en ese entonces que arrasar; sin embargo, los archivos de los jesuitas de la época, indican que el puerto de Valparaíso recibió olas que barrieron con los almacenes portuarios y que llegaron a los bordes de los cerros, afectando a toda la naciente ciudad. En los territorios de Viña del Mar, que en aquella época no existía, el tsunami cubrió todo el ahora plan de Nortes, Orientes y Ponientes. En Viña del Mar, además, cuando el estero Marga-Marga toma su peor cauce histórico, la ciudad se inunda con un metro de fango.
En Chile, la naturaleza repite sus golpes con cierta asiduidad y, por lo tanto, si se toman los registros del terremoto de 1730 y luego los de agosto 1906, en Valparaíso se sabe que en algún momento del futuro, el mar va a llegar por lo menos hasta allí donde ya llegó.
Del último terremoto de Japón y el último aluvión en el norte, sabemos de sobra que los nuevos contenedores metálicos son un proyectil enorme, flotante y destructivo, por lo que tenerlos apilados en varios pisos en la costa, es un desafío a las leyes de la cordura y la lógica histórica.
Valparaíso post megaincendio ha sido reconstruido en un 80% por sus propios habitantes y recién se cumple con un 20% de los subsidios estatales; resulta increíble ver cómo casi todas las casas reconstruidas son precarias y de madera y resulta asombroso ver cómo renacen los vertederos de basuras. Lo que resulta más increíble aún, es que los descuidados bosques de eucaliptus, con toda su basura de ramas y hojarasca, que fueron los que provocaron los dos últimos grandes incendios están aún allí, con su dragón forestal preparándose.
Hace algunos años, estudiamos en la USM los maremotos en las costas de Coquimbo y La Serena y nos explicamos claramente por qué la ciudad comenzaba tan lejos de la costa. El último maremoto registrado en el lugar llegó hasta la ruta 5 Norte. Sabiéndose esto, hoy se puede ver una costa llena de edificios y condominios en el paso histórico de los tsunamis. Pusimos a correr gente desde la playa a la ruta 5 y se tardaron más de 20 minutos por camino libre. Esto es pura lógica de registro y memoria, lo que hoy día hay allí es pura lógica de codicia inmobiliaria.
El último maremoto grande en Arica, fue en 1868, cuando la ciudad aún era territorio peruano, el tsunami dejó varado entre los cerros y dunas, a 3,5 kilómetros de la costa, al navío Wateree, más los restos de Arica y de otros barcos. Las calderas del Wateree sobrevivieron hasta este siglo y, desde el punto en que éstas quedaron, es posible ver, debajo de él, buena parte del Arica Moderno.
También estudiamos hace 10 años el volcán Villarrica y su rica historia de lahares (violentos aluviones de agua con sedimentos, árboles y rocas), flujos de lava, material tangible, piedras de lava sólida de distintos tamaños disparadas a la redonda, cayendo -las no tan pequeñas- en el lago. En este asunto, en su peor caso histórico, pasa y cubre buena parte de las zonas hoy habitadas. Un lugar lleno de belleza, turismo y dinero, con un mapa claro del alcance para desastres futuros.
Los aluviones del Norte tenían un mapa que ya se conocía, un mapa agrandado por los depósitos de relaves mineros, misiles de contenedores, misiles con ácido sulfúrico y por supuesto, por eventos climáticos, sobre los que no tenemos control alguno y que ya no debieran asombrarnos.
Y bueno, el último maremoto de Talcahuano hasta el Maule, el maremoto en Valdivia, el maremoto en Chiloé, todos dejaron claras y aún tangibles sus líneas de llegada y está claro que, bajo esas líneas, seguiremos construyendo. Podríamos seguir con los volcanes Caulle, Chaitén, Llaima, agregando terremotos de norte a sur, más sequias e inundaciones.
Pero ya sabemos: nuestro país es un país naturalmente peligroso, de pésima memoria y con mucho aporte de tonteras humanas impulsadas grandemente por la codicia. Y la codicia suele ocultar la memoria.
Sabiendo todo lo anterior, estando plenamente conscientes de los peores casos registrados, sabiendo que el calentamiento global antropogénico está aquí, tendremos que asumir que, de todo esto, los grandes eventos naturales no tienen solución.
En Chile puede pasar mucho y con mucha intensidad, incluso superando los registros anteriores. Pero lo que no debiera suceder, es que estos eventos nos pillen desprevenidos. Esto merece al menos un Ministerio, porque estamos todos los años limpiando desastres, reconstruyendo algo, llorando nuestros muertos y desaparecidos.
Debiésemos trabajar arduamente en disponer de viviendas de emergencia dignas y regionalmente diseñadas, acopiadas y a la mano, que permitan a la gente salvarse, crecer y mejorar. No puede ser que solo existan la mediaguas, que cuando ocurre el desastre hay que ponerse a producirlas con malos materiales (las últimas de Valparaíso, estaban construidas externamente de paneles con astillas prensadas, se mojaron, se pasaron y se hincharon: una maldad), más aún transportarlas lejos y desplegarlas allí donde no funcionan.
En el aluvión de marzo en el Norte, los helicópteros resultaron fundamentales, ¿por qué Chile no tiene helicópteros de rescate grandes, de la mejor tecnología y con los mejores pilotos y equipos?, ¿por qué nos gastamos millones en aviones de combate supersónicos, donde vuelan con suerte dos personas y solo aterrizan en pistas especiales y no tenemos más aviones de transporte y para pistas difíciles como los Hércules C130, los Twinotters o los Casa españoles?
Tenemos un territorio de valles, desiertos, quebradas, ríos y montañas, que requiere un Ejercito bien implementado, con vehículos para estos terrenos tan distintos, no digamos que un tanque de 60 toneladas ayuda mucho en estas ocasiones. Hasta este momento de la historia, los aviones y los tanques chilenos solo han cañoneado La Moneda y los todo terreno del Ejército con su gente, en misiones admirables, han salvado y ayudado a miles de personas durante los desastres.
Chile compró usado un barco de asalto anfibio francés, el Foudre (Rayo o meteoro), y lo convirtió en el Sargento Aldea, que puede transportar lanchas de desembarco que pueden llegar rápido a las playas, transportar helicópteros, fungir de hospital de campaña, barco de rescate y apoyo logístico, que ha estado desde los primeros días en el aluvión del norte, con medicina comida, herramientas, equipos y personal. Un buen y muy útil barco, no cabe duda.
Evidentemente para muchas de estas amenazas es posible construir obras de mitigación, como se hizo en Valparaíso y Antofagasta con piscinas de decantación.
Se pueden canalizar y desviar aluviones y lavas, hacer muros contra tsunamis y etc. Todo esto es paliativo y superable; en Japón el maremoto pasó por encima de las defensas costeras contra los evidentes tsunamis.
Somos humanos y fallamos, los exabruptos de la naturaleza caen en cualquier momento y del tamaño que se les ocurra, son siempre sorpresivos y desmesurados. Lo que no puede pasar es que estemos desprevenidos, sin planes de contingencia, con una estructura multiinstitucional descoordinada, sin equipos suficientes, sin entrenamiento adecuado, sin hospitales de campaña, sin helicópteros apropiados, sin una buena flota de aviones de carga, sin una flota de embarcaciones de rescate, sin cobijos de emergencia preparados y, por último, sin colchones. Somos 17 millones de personas en constante riesgo, es nuestro ADN territorial.
Y, por supuesto, esto significa un plan a largo plazo y una inversión de millones de dólares, que puede evitar millones de dólares en pérdidas. Sin embargo, lo más importante, más allá de las pérdidas materiales posibles, es la protección de las vidas de los chilenos, que no son objetos de mercado y cuyo precio es infinitamente más alto que cualquier objeto. Que son, además, los que eligen sus autoridades, los que pagan sus impuestos y financian el presupuesto con que debiera comprarse todo esto.