Por Dr. Franco Lotito C. – www.aurigaservicios.cl
Académico, Escritor e Investigador (UACh-PUC)
“De la madera torcida de la Humanidad no se hizo nunca ninguna cosa buena” (Immanuel Kant, filósofo alemán del siglo XVIII).
Pensadores, filósofos, investigadores y estudiosos del comportamiento humano, tales como Immanuel Kant, Cesare Lombroso, Sigmund Freud, Victor Frankl, Adrian Raine, etc., así como etólogos, tales como Konrad Lorenz, Nikolaas Tinbergen y otros, que estudian la conducta del hombre en comparación con los animales, aseguran que los seres humanos vienen equipados en forma natural con un instinto agresivo, instinto que se forja y acrecienta de acuerdo con el tipo de educación que recibe y el tipo de entorno social en el que vive una determinada persona.
Los etólogos, por su parte, quienes se dedican, preferentemente, a estudiar el comportamiento animal en sus medios naturales, han llegado a la conclusión de que el ser humano es el animal más violento que alguna vez haya pisado el suelo de este planeta, siendo el único de los animales capaz de asesinar con premeditación y alevosía –y muy a menudo sin la necesidad de alguna excusa– a sus semejantes. Ejemplos de grandes genocidios de la historia los hay por montones: el holocausto de los judíos a manos del régimen Nazi; el genocidio de pueblo armenio a manos del gobierno turco; el genocidio del pueblo camboyano a manos de propio gobierno comunista de Camboya; el genocidio del pueblo Tutsi a manos del Gobierno Hutu en Ruanda; la muerte insensata de millones de personas a causa de la Primera Guerra Mundial y las ansias de conquista de algunos gobiernos de tipo imperialista; la muerte de 55 millones de personas como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y la repartición del mundo entre los ganadores.
Hoy nos enfrentamos a la posibilidad bastante real del inicio de una Tercera Guerra Mundial a manos de un agresivo –aunque no lunático– presidente norteamericano como Donald Trump y su gobierno militarista, gobierno que ya ha amenazado veladamente a Irán y a Corea del Norte con el lanzamiento de sendas bombas atómicas y una “tormenta de fuego jamás antes vista en la historia de la humanidad” si no se someten a sus mandatos.
De modo que caemos en un craso error, cuando decimos que una sociedad donde abunda la agresión sea una “selva de cemento” o que es un lugar donde prima la “ley de la selva”, por cuanto, si los animales de la selva comenzaran a matarse unos a otros –como lo hacen con tanto gusto y placer los seres humanos–, habría que concluir que la selva, en realidad, se ha convertido en un “mundo humano”.
La razón es muy simple y fácil de comprender: entre los animales, la muerte de un animal a manos de otro se da sólo en la relación presa-depredador y siempre de una especie a otra distinta, donde la lucha por la supervivencia y la necesidad de alimentarse condicionan totalmente la existencia de agresividad entre ellos. En tanto que en el “mundo humano” se mata y se muere por ideas, conceptos e ideales abstractos, siendo el ideal más mentado de todos: la libertad.
En función de lo anterior, decir que el hombre agresivo y violento es “una bestia”, en estricto rigor constituye una ofensa gratuita para las bestias, ya que el comportamiento animal dista mucho de la forma en que actúan y se comportan los seres humanos.
Otra teoría aceptada, que explicaría –al menos en parte– la agresividad del hombre como especie, es que su conducta es una consecuencia de la influencia que ejerce el medio social sobre las personas a través de las distintas formas de educación, así como las condiciones sociales, políticas y económicas que rigen los destinos de ciertos países.
Si bien, a través de toda la historia de la humanidad, siempre ha existido la violencia y el uso de la misma como metodología para someter a otros seres humanos, lo que ha cambiado, es el nivel –y el alto grado– de la violencia ejercida, y ésta, lamentablemente, aumenta cada día a una escala superior.
Es más: en ciertas sociedades se ha ensalzado a la violencia –y se continúa haciéndolo– como una “virtud”, y se ha glorificado a la guerra como algo necesario para defender ciertos intereses hegemónicos, con el deseo subyacente, de que ojalá, dicha guerra, sea una guerra de exterminio: la conquista a sangre y fuego de diversos países asiáticos a manos del Imperio japonés durante la Segunda Guerra Mundial; el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki a manos de los norteamericanos; la creación de gigantescos gulags –o campos de exterminio– en la Rusia comunista, donde murieron millones de personas contrarias –los llamados “enemigos de la patria”– al régimen de José Stalin; el caso de la ex Yugoslavia, con genocidios reiterados bajo el concepto de “limpieza étnica” –hace apenas veinte años atrás– en contra del pueblo bosnio a manos de los serbios; el genocidio de los serbios ortodoxos a manos de los croatas; el caso del martirio de la población de la actual Siria a manos de su propio presidente Bashar Al-Asad en una cruenta guerra civil, o los casos de Irak, Irán, Corea del Norte, Venezuela, etc., con graves conflictos del tipo humanitario en pleno siglo XXI. Todos ellos –y muchos otros casos más– resultan ser emblemáticos para graficar el nivel de violencia existente hoy en día en nuestro planeta Tierra.
Por otra parte, explicar el uso de la violencia como consecuencia de la presencia de “locura” en ciertos dirigentes gubernamentales, es una total estupidez y representa una de las grandes falacias contemporáneas, por cuanto, si así fuera, entonces habría que concluir –erróneamente por cierto– que la humanidad entera se ha vuelto demente o que está pasando por un estado de locura inducida.
Es cosa de analizar la dura realidad que representa el uso indiscriminado del “terrorismo” como una forma violenta de lucha política, así como la práctica de “actos terroristas” como una fórmula ideal para causar gran pavor en la comunidad y destruir el orden establecido. Lo mismo sucede con la terrible amenaza de usar la bomba atómica como medio de “disuasión” que un país hace en contra de otro, tal como es el caso de Estados Unidos, a sabiendas que son muy pocos los países que disponen de semejante arsenal de alto poder destructivo. Si se analiza fríamente esta situación, nos daremos cuenta de la encrucijada en que se encuentra hoy en día la humanidad: el año 1945, año en que se lanzó la primera bomba atómica, cambió radicalmente la condición del hombre frente al uso de la violencia extrema, ya que hasta esa fecha el hombre era un sujeto finito y mortal como individuo, pero eterno como especie. Después del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón, es la especie humana –y todas las otras especies circundantes– la que está en peligro de extinción.
Curiosamente, muchos de los actos masivos de exterminio llevados a cabo en contra de los seres humanos se explican, de acuerdo con estudios del Dr. Stanley Milgram, psicólogo de la U. de Yale, por la “obediencia ciega a la autoridad”, y dado que los gobiernos y las estructuras institucionales son las que dan “las órdenes de exterminio”, entonces la “responsabilidad” por los actos genocidas, por el uso y abuso excesivo de la violencia o por la práctica de actos terroristas, desaparece y se diluye a través de las distintas jerarquías e instituciones gubernamentales. Y, por cierto, una “institución”, un “movimiento terrorista” o un “gobierno” no pueden ser castigados por los crímenes y atrocidades que se han cometido en su nombre.
Finalmente, hay quienes dicen que el hombre es un ser esquizofrénico con doble personalidad, por cuanto, puede ser el sujeto más afectivo y amoroso que existe –y que está dispuesto a dar su vida por la de su hijo– y, al mismo tiempo, ser el autor y perpetrador de las más graves atrocidades en contra de la humanidad.