Relato de una noche bohemia de una estudiante…

Publicado por Equipo GV 11 Min de lectura

Por : Amanda Marton Ramaciotti, estudiante de periodismo de la Pontificia Universidad Católica de Chile
(Artículo Publicado Diciembre 2014)

Le pedí a mi amigo, Nicolás, estudiante de Derecho de la Universidad de Chile, que comprara las entradas al cine. Me dio vergüenza, algo muy raro en mí. Agarré firme las manos de Nico y bajamos las escaleras. No llevábamos cabritas ni tampoco gritábamos el nombre de la película que íbamos a ver. Lo que más quería era pasar piola, pero no lo logré. Todos nos miraban. Desde el hombre que nos cortó el ticket hasta el que indicaba la sala de la película. Yo era la única mujer en todo el cine. Los demás eran viejos y jóvenes de diferentes orientaciones sexuales. Todos eran hombres. Hombres excitados que ya se habían desabrochado los cinturones y los calzoncillos para ver Diabólicamente Anal, la nueva película del Cine Mayo, ubicado en Monjitas 879, a solo pasos de la Plaza de Armas de Santiago. Al llegar a la sala quedamos impresionados. El lugar era muy oscuro, tanto que tuve que afirmarme de Nicolás para no caerme. Él iba alumbrando el camino con su celular. Pero poco a poco nuestros ojos se acostumbraron y nos dimos cuenta de que era la sala de cine más grande que habíamos visto. No estaba llena y los menos de treinta hombres que estaban ahí se sentaron con la mayor separación posible. El supuesto estreno era más bien un compilado de escenas porno ambientadas en los años 80. Tríos: dos mujeres y un hombre. Luego, dos hombres y una mujer. Después, los típicos disfraces y fetiches: enfermeras, policías, profesoras. Algunos pocos videos homosexuales o transexuales. En el lugar nadie aparentaba tener pudor ni tampoco seguir las reglas. Varios fumaban sus cigarrillos y pitos tranquilamente luego de masturbarse y gemir como si el mundo se fuera a acabar y ellos necesitaran eyacular antes que eso ocurriera. Estaban excitados. Más que por la película, por poder tocarse en un cine. Y por saber que muchos otros estaban haciendo lo mismo a su alrededor. Agorafilia: atracción por realizar prácticas sexuales en lugares públicos. Nunca me había sentido tan incómoda viendo una película. Se supone que el lugar era para liberarse, pero lo que menos sentí fue eso. Luego noté que mi amigo cruzaba las piernas muy seguido. Las apretaba como escondiendo algo. Me di cuenta de que se estaba calentando, por lo que decidí moverme hacia una esquina de la sala. Una hora y media después, la película se terminó. Sentí ruidos de cierres y cinturones. Las luces se prendieron. Algunos gritaron garabatos. Otros no tenían fuerza para emitir ni un sonido más. Pasaron cinco minutos y ninguno de los caballeros se levantó. Parecían estar en huelga, como si no fueran a salir jamásDecidimos contar hasta tres y levantarnos. Las miradas volvieron hacía nosotros. La caminata del asiento hacia la puerta pareció tres veces más larga que al momento de entrar al cine. Me sentía una intrusa. Ese espacio “era de hombres y para hombres”. A la salida, comentamos la experiencia. —¡Hueón, me miraron con una cara de odio. Me habrían matado si pudieran! —me dijo Nicolás. Las chicas también disfrutamos de la pornografía. Un estudio llevado a cabo por la revista brasileña Glamour, señaló que un 87% de las mujeres, entre 25 y 39 años, ven porno como parte de sus hábitos sexuales. Sin embargo, más del 70% de ellas mantiene esa información en secreto. Llegué a mi universidad como una niña que acaba de hacer una travesura. Me encontré con una amiga que estaba de cumpleaños al día siguiente. Le conté mi tarde. Ella me pidió un regalo: ir juntas a un lugar parecido. “Hoy mismo”, le dije. Después de buscar en internet, caminamos desde metro Universidad Católica hasta la calle Serrano con Alameda. Estábamos ansiosas por llegar al Club de Lulú, la versión femenina de un café con piernas. Entre risas y chistes sucios, llegamos a la conclusión que el local era, en vez de un café con pierna, un café con picos. O al menos eso era lo que esperábamos. Al llegar a la dirección indicada, no vimos ni viejas ‘cuicas’ ni jóvenes ‘gritonas’ como nos imaginábamos. Tampoco habían hombres depilados sirviendo galletas en colaless. Ya no existía el Club de Lulú. Eran las 6 de la tarde, y no podíamos buscar otro café con ‘picos’, ya que los únicos dos que hay en Santiago abren recién a las 23 horas. Decidimos ir a uno de los tradicionales café con piernas. Recorrimos el centro de la ciudad hasta encontrar uno donde nos dejaran entrar. No fue fácil, pero logramos ingresar a Lido, en la esquina de Agustinas con Mac-Iver. Desde afuera, se escuchaba música pop y reggaetón. En la entrada, un caballero de unos sesenta años, con terno y corbata invitaba a los hombres que pasaban por la calle a subir y conocer a “lindas mujeres”. Diez peldaños nos separaban del segundo piso. Era como cuando uno va a una disco, escucha la música y sabe que el carrete que se viene es bueno. A penas entramos, un garzón se acercó. Tardó un par de segundos en plantearnos la pregunta. Hasta que la dijo tan rápido como si la fuera vomitar: “¿Ustedes vienen a pedir trabajo o son clientes?”. Ante la respuesta que le dimos, nos ofreció una “promoción” de dos Coronas de 250 ml por el precio de una: 8 lucas. — Es que nunca vienen mujeres acá, entonces les hago la paleteada—, nos dijo. “Tremenda paleteada”, le respondí irónicamente. Al acercarnos al escenario, recibimos piropos de tres hombres vestidos con terno y corbata. Tenían como cuarenta años y parecían venir de la oficina. — No las conocía. ¿Son nuevas acá? —, nos preguntó el que parecía ser el mayor de los dos. — No, somos clientes —, le respondí. — ¡Aaah, lesbianas! ¿Les gustan los tríos? —, comentó el que estaba a su lado. Nos alejamos mirándolos con desprecio. Pocos minutos después empezó el show: cuatro mujeres bailando el caño con tanto estilo que hasta con mi amiga nos miramos incrédulas. No pensábamos que el ambiente, las luces, el baile podría resultar tan atractivo, tan excitante. Como un casino, así de adictivo era el local. Los bailes seguían y se notaba lo que querían los hombres. Gritaban y aplaudían sin cesar. A los cinco minutos se les notó que no les importaba el baile: querían verlas en pelotas. Voyeurismo: práctica en la que un individuo tiene placer con el simple hecho de ver a alguien desnudo. El show terminó a las 10 de la noche. Y uno de los tres hombres de terno y corbata agarró a una de las bailarinas de la cintura. Le habló al oído mientras acercaba su entrepierna al trasero de la chica. Al final, ella cedió y lo llevó al piso de arriba, a la sección VIP. Las demás miraron decepcionadas. En Chile se estima que existen 792 lugares dedicados al comercio sexual y un total de 5870 trabajadores. De ellos, un 85% son mujeres. Mauricio Salas, miembro de la Sociedad Chilena de Sexología explica que “El dinero tiene un efecto afrodisíaco. Hoy puedes comprar todo con él, y entre esas cosas, la sexualidad, en especial la sexualidad femenina, se ha transformado en un producto más del mercado”. Luego de ver a la pareja subir al segundo piso, una de las bailarinas se acercó a nosotras. — ¿Les gustó el baile? — — Sí, mucho —. — ¿Hace cuánto bailas? —, le pregunté — Llegué acá a los diecisiete. Ahora tengo 28 y estudio, pero no creo que deje el trabajo. Son buenas lucas y jugar con los clientes es adictivo —, me dijo. — ¿Todas ustedes se acuestan con ellos? — Sí, imposible no hacerlo, sólo así ganamos bien —, indicó mientras nos mostraba su escote. Dos Coronas más tarde, el hombre de terno bajó con la otra bailarina. Ella se fue al baño y se quejó porque no había papel para limpiarse. Con mi amiga nos levantamos y pagamos la cuenta. — ¿No les tinca bailar? —, nos preguntó el gerente del local. No le contestamos. Mientras bajaban las escaleras, las bailarinas se despidieron con un cariñoso “Chao, chiquillas”. Era como si fueran nuestras amigas. De hecho, aparentaban nuestra edad, pero mucho más expertas. Afuera, algunos hombres que esperaban la micro voltearon a mirarnos. Se dieron cuenta de dónde veníamos saliendo. No sé qué habrá pasado por sus cabezas en ese entonces. Lo que sí sé, es que mientras nos íbamos rumbo a la casa ellos nos miraban maliciosamente, como diciendo “caliente de mierda”.

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