Por Ana María Zlachevsky
Decana de la Facultad de Ciencias Sociales, U. Central
Pareciera que en todas las culturas antiguas de las cuales tenemos conocimiento hubiese existido una relación de subordinación de la mujer al hombre. No obstante, últimos estudios antropológicos nos permiten inferir que no se trata de una condición universal, sino que existen múltiples situaciones distintas que han estado presentes a lo largo de la historia.
No existen datos que permitan afirmar categóricamente que hayan existido culturas en las que hubiesen dominado las mujeres, pero sí hay abundantes testimonios de sociedades en las que ambos sexos estaban integrados y donde existía una mutua colaboración. Por ejemplo, la cultura minoica (pre-helénica) y la cultura etrusca (pre-romana). Los estudios sociales comparativos muestran cómo en ambas civilizaciones hubo una gran similitud frente al comportamiento de sus miembros. Ambos profesaban el culto al cuerpo, vivían la vida intensamente, amaban el baile, la música, la naturaleza y eran propensos a realizar ejercicios físicos y mantener el cuerpo saludable. Además, en ambas culturas el rol de la mujer no era de subordinación.
Con anterioridad existió la cultura megalítica radicada en las islas de Malta y Gozo. Su antigüedad es mayor a la egipcia de la época de las pirámides, y al parecer dicha cultura floreció entre el 5000 a. C. y el 2500 a. C. Las prácticas religiosas de dicha civilización incluyen la adoración a un tipo de diosa femenina, que al parecer, era común a todo el Mediterráneo. Eran las Diosas de la fertilidad y la procreación.
Desde esos tiempos, las mujeres han tenido la responsabilidad de la procreación y del cuidado de los niños, pero, no por ello su rol necesariamente era de una relación de subordinación.
La antropóloga Peggy Reeves Sanday después de estudiar una muestra de 186 culturas, plantea la hipótesis de que en las más antiguas sociedades humanas, antes de que existiera la presión de la población por tener territorios, las mujeres y los hombres vivían en una relación de igualdad. El aumento de la población, la escasez de alimento y la necesidad de migrar de los territorios empobrecidos a otros fue lo que llevó a nuestros ancestros a pelear unos con otros.
La misma antropóloga sostiene que en la medida en que los recursos para la supervivencia escasearon los grupos humanos empezaron a competir y es probable que ello diera origen al surgimiento de las primeras guerras. No es raro entonces que quienes manejaban mejor las armas, eran quienes estaban dedicados a la caza y que se las hayan enseñado a sus hijos varones.
Resulta verosímil inferir que fue la guerra la que le dio una supremacía al hombre por sobre la mujer. Resulta comprensible que emergiera el dominio masculino porque era el hombre el que tenía la fuerza y estaba orientado a la caza y, por tanto, a la lucha. No existen hallazgos de culturas en la que se haya formado a las mujeres para ser belicosas y luchadoras como los hombres, y en la mayoría de las culturas guerreras sólo se exigía el arte de la lucha a los hombres.
En el contexto de los desafíos actuales y futuros, tenemos que rastrear nuestra historia y en este proceso, por qué no, volver a leer el iluminador libro el Cáliz y la Espada de Riane Eisler que afirma que la humanidad, en su origen, no estaba centrada en la lucha y en la competencia, sino que más bien en la inclusión y la participación. Eisler en su libro nos narra cómo en algún momento vivíamos un mundo en que prevaleció el equilibrio y la comunidad antes que el caos y la destrucción.
Mucha razón tienes en lo que expones en estas líneas, querida amiga Ana María Zlachevsky. Ello es tan cierto como aquella verdad (del tamaño de la galaxia) que lanzaste hace años en una de nuestras tantas reuniones de coordinación en INACAP, ¿recuerdas?, Dijiste: “en estricto rigor, la liberación femenina comenzó cuando la mujer dispuso de la píldora anticonceptiva”. Un abrazo, querida amiga… y es un privilegio poder leerte en el GRANVALPARAISO.