Por Ana María Zlachevsky
Psicóloga y decana Facultad de Ciencias Sociales, U. Central
Desde siempre se ha visto lo masculino y femenino como algo dicotómico, excluyente, discontinuo y complementario, encontrando diferentes distinciones relativas a lo que se espera de los hombres y de las mujeres, dependiendo de cómo se desarrolla la vida en comunidad. Pero algo que podemos afirmar con certeza es que no existe la mujer separada del hombre.
La relación entre los sexos inevitablemente implica una danza conjunta en la que no pueden verse en forma separada el uno del otro, es como la izquierda con la derecha o el anverso y el reverso. No existe uno sin el otro y sólo pueden verse en relación, se es hombre en oposición a ser mujer y se es mujer porque no se es hombre.
Pareciera que hombres y mujeres nos relacionamos independientemente de si esa forma de relación sea constitutiva de lo humano o construida a lo largo de un tipo especial de interacción, insertada en la forma que la cultura impone.
La forma en que cada uno de nosotros actúa su rol, depende en gran medida, de su identidad personal, pero también del contexto en que la persona se esté desenvolviendo. No existe ‘la mujer’ como tampoco ‘el hombre’. Existen mujeres y varones en diferentes situaciones sociales y culturales, cumpliendo distintos roles y funciones.
Las características que les atribuimos a hombres y mujeres en nuestra sociedad, constituyen los ‘estereotipos sociales’. Como tales, estas abstracciones nos facilitan entender la estructuración de un rol determinado.
El rol sexual se construye de acuerdo con la prescripción de las conductas que se consideran masculinas o femeninas. Esta tipificación es anónima, abstracta, pero fuertemente adjudicada y normativizada por el estereotipo que la sociedad impone. Tanto ‘rol’ como ‘estereotipo’ son categorías abstractas que encierran un alto grado de generalización, valoración y juicios en sí mismos, no obstante son útiles en el momento de teorizar.
Cabe considerar que, aunque el poder en muchos casos implica privilegios, también puede imponer exigencias que se viven con dolor. Por ejemplo, en el proceso de construir su masculinidad, los hombres van suprimiendo una amplia gama de emociones, necesidades y posibilidades, tales como el placer de cuidar de otros, la receptividad, la compasión, las que son experimentadas como inconsistentes con el poder masculino. Este tipo de necesidades y emociones a los hombres no les es permitido expresarlas.
Debemos reflexionar sobre estas relaciones que hemos interiorizado y que van formando parte esencial de nuestra vida. Han sido y serán nuestros propios comportamientos los que contribuyan a fortalecer las instituciones y estructuras sociales, ayudando a preservar o a cambiar este sistema patriarcal del que todos formamos parte.
Indudablemente ha habido adelantos en comparación con lo que acontecía en los inicios del siglo pasado. Sin embargo, todo no está dicho, ni mucho menos. Estamos iniciando una etapa de transición, que implica revisar los roles femenino-masculino. Pensamos que los jóvenes de hoy son los actores principales del drama de la vida y serán ellos quienes mañana den cuenta, a sus propios descendientes, de la forma como se expresen en el futuro las relaciones humanas ‘hombre-mujer’.