Que el dinero compra tiempo es una obviedad. Pero el dinero también afecta sutilmente y a nivel psicológico en cómo interpretamos una inversión de tiempo, sin necesidad de vivir en esa ciudad suiza en la que ganando 100.000 dólares al año se te considera pobre (y hasta te otorgan un subsidio).
Las mínimas diferencias económicas afectan instantáneamente a nuestros juicios sobre el tiempo. Por ejemplo, a la hora de sumergirnos en los pasillos de un intrincado y confuso supermercado, perderemos más o menos tiempo en adquirir determinados productos en función del dinero que ganemos al año.
Tal y como lo explica Eduardo Porter en su libro Todo tiene un precio:
Según un estudio de los compradores de Denver, las familias que ganan más de 70.000 dólares al año pagan un 5 por ciento más por los mismos productos que las familias que ganan menos de 30.000 dólares. Los solteros sin hijos pagan un 10 por ciento menos que las familias con cinco miembros o más. Las familias cuya cabeza es una persona de unos 40 años pagan hasta un 8 por ciento más que aquellas que tienen poco más de 20 o casi 70. Los jubilados prestan mucha más atención a lo que compran que la gente de mediana edad. Buscan a conciencia la mejor oferta y acaban pagando casi la misma cantidad por el mismo producto. La gente de mediana edad, por el contrario, compra con menos cuidado.
En resumidas cuentas, el tiempo es relativamente más valioso para los ricos que ya tienen dinero, que para los pobres que no lo tienen.
Alguien que gane 10 euros a la hora probablemente preferirá un extra de 20 euros antes que una hora de tiempo libre. Pero un profesional que gana 300 euros a la hora, es probable que prefiera el tiempo libre. El primero comprará empleando más tiempo, incluso invirtiendo tiempo recortando y coleccionando cupones de descuento, porque su tiempo vale poco; el segundo pagará el primer precio que vea para no desperdiciar su tiempo.